LAS ARCAS PERDIDAS
LAS ARCAS PERDIDAS
Mercedes Rosúa
Viaje al prerrománico asturiano
Está ahí, pequeña sobre la pequeña colina que la sustenta, una loma redonda y mansa, como el estanque subterráneo en el que tal vez iglesia y elevación reposan. Nieblas y claros descubren un paisaje de casas esparcidas, sin grandes poblaciones. Podría anclarse en otro tiempo. Hasta las cimas de las montañas duermen en un viejo oleaje retenido, ajeno a la dureza bravía de los Picos de Europa. Santa Cristina de Lena carece de belleza esplendorosa, es un edificio concentrado, como un puño, en piedras de tallado crudo, sin mayores dimensiones que las de una vivienda modesta. No ofrece de entrada la mano. Primero observa al que puede ser un enemigo y sus aberturas son escasas. Está erizada de apoyos y contrafuertes y perfectamente situada en uno de esos lugares que es fácil bautizar como ancestrales y mágicos, apreciados para sus rituales mucho antes del siglo IX, quizás por tribus errantes. Luego llegaron exiliados, visigodos, hispanorromanos, mozárabes, gentes que procedían de la España invadida por árabes y bereberes. Y allí no huyeron más, por el contrario hincaron en ésta y otras colinas su voluntad de retorno y su añoranza, vaga pero muy viva, de la Europa romano-cristiana.
Santa Cristina de Lena carece de esplendor externo pero encierra algo.
Que se revela desde la entrada. Es una apretada pero armoniosa recopilación de materiales y proyectos, una muestra y ensayo de técnicas y una devota y, ahí sí, bella disposición de elementos fruto del acarreo histórico que producen una curiosa impresión de grandeza tanto espacial como temporal. Ya se va perdiendo el miedo al peso y puede jugarse con el aire, la esbeltez, los símbolos. De la invasión, la destrucción y la barbarie, no ya en la Península sino en el Imperio Romano, se han ido salvando columnas, bases, capiteles, losas que forman un cancel para delimitar el recinto sagrado, ventanas primorosamente cubiertas de celosías en cruz, en rombos, en diminutos vanos de herradura. Todo un proyecto está ahí, la afirmación de que no se ha olvidado la bóveda, que hoy, restaurada, sostienen sus arcos. La planta limpia y rectangular, sin apenas aditamentos, conduce por las escaleras al podio del espacio litúrgico, cerrado antaño por cortinajes La simetría, altura y amplitud del triple acceso, que incide en la evocación trinitaria, hacen olvidar las dimensiones reales y crea, junto con la sensación diáfana, reductos de misterio, de expectativa respecto al ritual religioso que se desarrolla en el fondo.
El iconostasio habla de un origen muy anterior, puramente visigodo, de un salvamento azaroso mediante el cual han llegado al arca elementos de cada especie sobrenadando mares de arena y de agua, montañas, mesetas desiertas y el peligro de razzias. Hay motivos de reminiscencia nórdica, de inspiración que podría ser tan oriental como celta: geometría, trenzado, sogueado, árboles, plantas, salpimentados de letras visigodas y caracteres de influencia mozárabe, mientras que los capiteles miran a Grecia y a Bizancio y los pocos elementos figurativos muestran el desdén del cristianismo primitivo por el detalle y los cuerpos. Los motivos se hallan encapsulados en círculos a cuya superficie radial se acomodan flores y cruces, de forma que decoración y arquitectura coinciden en ofrecer cierta visión intemporal, la de la infinitud prolongada y multiplicada propia de la circunferencia. En Santa Cristina de Lena la rudeza de la envoltura externa esconde un tesoro hecho de voluntad, fe y genio en las formas, de manera semejante a como se escondería en la pobreza de la madera el Santo Grial.
San Julián de los Prados no produce la impresión iniciática de Santa Cristina, pero sí la certidumbre de dominio de técnica y materia alcanzado en un tiempo muy breve y sustentado por una planificación inteligente, inspirada, inspiradora y que reivindica el ideal inmarcesible de Roma. La iglesia se posa en llano con un perfil de ave poderosa. Su interior es alto, basilical, diáfano, con un sabor regio; se diría que espera la visita del Rey, que desde su elevada ventana, que pudo ser la cámara de algún tesoro, divisa el conjunto de la Corte. Por dentro ha sido vestida para la ocasión. No para el lujo, sino para que represente la Casa Perfecta, el hogar en los Cielos del que es el Monarca reflejo en la tierra y que recuerda al Divino Arquitecto y al ideal de entender y ordenar un universo trastocado. Cubren los muros pinturas geométricas, con tal profusión que hace pensar en el horror vacui (por cualquier resquicio vacío puede colarse El Malo). Ahí están la Cruz de los Ángeles, con su alfa y omega de la eternidad, la ideal topografía urbana de la Jerusalén Celeste de los Beatos, la decoración que alegraba las mansiones romanas y se ofrece aún en Pompeya, las casitas como arcas, tan caras a las tres religiones del Libro. Su sabor paleocristiano remite a Oriente y a Bizancio pero, al tiempo, plantea incógnitas respecto a la llamativa separación entre las dos formas, oriental y occidental, de decorar interiores. La diferencia entre la escasez figurativa de éstas y la profusión de imágenes de aquéllas como en Etiopía y Siria difícilmente puede ser mayor y pide un estudio sociorreligioso más profundo.
San Julián se quiere asentado y firme, y abraza con la misma fuerza a cuantos fieles, artesanos, obreros debe su decorado, tanto a los mozárabes, cuya maestría e inspiración se perciben, como a los visigodos que aspiran a una Toledo transplantada a Asturias, fuertemente ligada a la Europa cristiana pero en absoluto melancólica sino en expansión y recuperación de sus perdidos territorios. De ahí la importancia de esa imaginaria ciudad luminosa, regular, ordenada y pacífica, trazada con líneas y círculos, ajena y superior al caos, la incertidumbre y la guerra..
Santa María del Naranco transpira la seguridad de algo que finalmente se ha logrado en un proceso de búsqueda de la altura, la claridad y la armonía. La fusión de palacio e iglesia es evidente, como lo son la seguridad, libertad y audacia de quienes efectuaron la obra y las del arquitecto. Es un edificio que está ahí para durar, desde donde contemplar, hablar y disponer. Tiene un instinto de elevación y equilibrio que preside la decoración de interiores y exteriores, el grabado de paralelas que se alzan esbeltas hasta terminar en arcos sobre los que campean motivos encerrados en círculos. Y no falta la alta cámara secreta, con las tres angostas aberturas, tan propia de las iglesias de zonas del norte europeo, siempre dispuestas a retirar las escaleras de acceso en caso de asalto y a intentar salvar, a la desesperada, sus objetos de valor.
La maestría de su autor es tan evidente que añadió elementos de perspectiva, trucos arquitectónicos para engrandecer la visión de la nave. Además, de una forma sutil, intelectual, la variedad respecto al origen de los motivos decorativos le da mayor horizonte, por las evocaciones de lugares remotos, de tiempos y pueblos del pasado, acomodados en los capiteles, en los muros, entre los arcos. Hay caballeros, obreros, jinetes, hay trenzas, plantas y animales que remiten a las miniaturas persas y a los celtas, y una evidente flexibilidad de criterio en elección y ejecución.
Unos metros más allá San Miguel de Lillo, o lo que de ella quedó tras su hundimiento y reparación, parece en extremo menuda aunque tuvo probablemente una importancia que hoy eclipsa el esplendor de su vecina. Su exterior engaña, y ventanitas y decoración dicen que esta iglesia dedicada a un arcángel tiene una historia que contar y merece reflexión y detenimiento.
San Salvador de Valdediós es distinto. Recogido en la frondosidad de la cima, abrigado por la vegetación que le sirve, hasta llegar a él, de celosía, se alza en el centro de su pradera como inmerso en un círculo propio ajeno al resto del mundo, incluso también al gran monasterio y albergue vecinos. Aquí llegan peregrinos, de Santiago y de cualquier cosa, peregrinos de sí mismos fortalecidos por el viático de la generosa cocina de perola y cuchara y por la bendición del arroz con leche, los cuales hallan tras la cancela una iglesia de las postrimerías prerrománicas que irradia sentimiento de refugio, invitación al silencio y, luego, a la escucha de voces, hace más de mil años perdidas, que tenían mucho que decir. La fachada principal, puerta, ventana geminada, contrafuertes y campanario parecen, en su verticalidad de flecha, esperar al visitante para ofrecerle aún más elevación en el interior del recinto. Lo iluminan ventanas pequeñas y abundantes, con decoración diversa, alfiz, diminutas columnas, celosía primorosa.
Los restos de decoración que conserva tienden un puente entre la geometría ocre, negra y roja de la inspiración basilical romana, los motivos árabes, celtas, nórdicos y la inscripción latina que mira ya hacia el universo románico europeo al que va a unirse.
Tierras de León. De repente, aparece algo pulido, blanco y perfecto: San Miguel de Escalada, como si los mozárabes huidos de la zona musulmana hubieran querido hacer un don digno de quien les acogía y también de sí mismos, de su epopeya de éxodo de sur a norte. Ello sumado al raro prodigio de que en restauración y mantenimiento se ha mostrado ejemplar mesura. En la construcción del edificio, en el siglo X, abad y monjes aprovecharon cuantos materiales hispanorromanos, pudieron encontrar, pero no existe abigarramiento alguno. Alzaron tenazmente su templo sobre las ruinas de uno visigótico anterior, destruido, como tantos otros, por los árabes. Interior y exterior son todo nitidez y elegancia, austeridad y blancura, arcos de herradura y columnas que juegan con la luz y las sombras, atrio, ábsides. Sólo falta el azahar para oler a Córdoba.
Los visigodos hispanos son un recodo de la historia cubierto de sombras, teñido, en opinión posteriormente generalizada, por la barbarie de otras tribus germanas que fueron fundamentalmente bandas rapaces y violentas. Los hispanos querían su propia Roma, la que habían conocido bien durante siglos de contacto. Conmueve su precariedad de recursos y de medios con los que, sin embargo, pretendían representar la Jerusalén Celeste. Hundida, devastada y saqueada la nobleza monumental y marmórea de Italia, quedaba la idea. De entre las ruinas de sus propias luchas internas, asesinatos, rencillas y miserias, ellos intentaron rescatar fragmentos de grandeza salvable, soplaron en fogatas de campo sobre los rescoldos que encendieron otrora pretensiones universales. Tenían todos los motivos para creer en el Apocalipsis, pero no se conformaron con ella. Vivían en pleno milenarismo de los siglos noveno y décimo, pero construyeron un espacio simbólico en vez de esperar llorando el Juicio Final y se lanzaron a la conquista de la luz y de la altura. En la más oscura dureza de la Alta Edad Media se refugiaron en las pinturas murales, en la ciudad clara y ordenada, los alegres edificios de ventanas amplias, las terrazas, los floridos patios y las gentes que deambulan sin temor por un recinto de paz y orden mantenido por las leyes, reyes justos y un dios misericordioso. Acechados por enemigos, por sus propios demonios y por la certeza de una existencia breve, violenta y ruda, se acogieron al abrigo de iglesias mínimas erizadas de contrafuertes, paredes quizás inestables y escondites para sus parcos tesoros que en buena parte eran reliquias cuyo mayor valor residió precisamente en la voluntad de creer en ellas.
No mejor tratados han sido los mozárabes refugiados en el norte en busca de libertad y mejor y más digna vida. El llanto de Boabdil por la pérdida de Granada corre a hectolitros por la literatura y arte españoles. La invasión, muerte o exilio de los cristianos andaluces, los templos arrasados por Almanzor, las mujeres tomadas por fuerza por los guerreros musulmanes, que venían sin ellas, no valen una lágrima en las páginas de historia española.
Conveniencia, estulticia y petróleo se han cuidado de ello. Los mozárabes se encontraron en el norte con un reino cristiano que los necesitaba, acogía y que ya miraba a la reconquista del sur y a León. Curiosa amalgama de gente que quiso, y consiguió, vivir y morir por encima de sus posibilidades.
Los reinos visigodos evocan un proceso truncado, una melancólica pérdida mezclada con el valiente germen de la que sería lucha de siete siglos para recuperar, con todos sus altibajos y zonas sombrías, la civilización romano-cristiana. Esto parece que ha sido imperdonable, porque, en tiempos de echar lastre neuronal y predicar inexistentes y rentables paraísos andalusíes, el riesgo asumido, la conciencia de grandeza y la lucha real por ideales de los que hoy se disfruta sobran. Cumplía reducirlos a la práctica inexistencia, si acaso un rosario de extraños nombres, en otros tiempos memorizados, de jefes tribales que se dedicaban a asesinarse con la excepción del que ganó la inmortalidad gracias a un oso. Es poco probable que, al peligro del programado olvido, se sume en España el de convertirlos en objeto de devoción de una secta de enamorados esotéricos al estilo de los neodruidas de Stonehenge. Resulta difícil imaginar a los nativos de Celtiberia disfrazados de godos y efectuando rituales mistéricos, aunque siempre caben la tentación de lo irracional, la embriaguez de los escogidos y la devoción al líder.
Arcas; siempre perdidas y siempre deseadas, como la Santa de Oviedo, a la que el tiempo y una cerrazón catedralicia que no desmerece de la Vetusta de La Regenta (Clarín, alabamus te) impidieron el acceso, cruces-relicario, cámaras, cripta, cofres múltiples que encerrarán siempre objetos de fascinación y búsqueda, trono y mesa de Salomón, cubo y piedra negra de la Kaaba prohibida al infiel, iglesias abiertas a cualquiera, volumen de un códice, de un libro, geografía necesaria del conocimiento y del impulso hacia lo imposible, arcas que esperan.
También los visigodos aguardan su merecido lugar en los libros de Historia.
Mercedes Rosúa
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