EL BUSCADOR Y SU PRESA
EL BUSCADOR Y SU PRESA
Mercedes Rosúa
Viaje por tierras de Fernán González
La meseta está sembrada de cascotes en gran parte invisibles, cubiertos por capas de polvo producto de varios siglos, vecinos de pueblos sucesivos, que se resisten a morir, mecidos en sus estratos oscuros por las aguas freáticas, aventados hasta colinas donde se codean con fósiles de un primigenio mar, transportados por manos ávidas de piedras hasta muros, abrevaderos y casas de labor. Todo es mar. Un mar de tierra que encierra modestísimos tesoros, sacudido al lento ritmo de milenios por galernas y mareas que, sea han salpicado la meseta del Duero con duros, sufridos foramontanos, sea la han despoblado con la invasión musulmana, cuidadosa de quemar las iglesias con sus cristianos dentro (toda una tradición), sea ha vuelto a repoblarse con los que tenían la espada en una mano y la azada en la otra. Y que, además, poseían la libertad del que no es siervo de la gleba sino que defiende lo suyo.
Un pequeño grupo de interesados por la Alta, casi remota, Edad Media, recorre rutas, riberas de arroyos, senderos, se deja guiar por cicerones con harta frecuencia motivados, no por la magra propina, sino por un cariño a su lugar y al pequeño edificio que fue templo que se hace patente en el calor que ponen en sus explicaciones, en el empeño en que aquello se conozca, en que al fin en la capital reparen en ello y den algo para restaurarlo y mantenerlo.
Santa María de los Arcos, en Tricio, fue mausoleo romano antes de transformarse en templo visigodo y, finalmente, en el sugerente rompecabezas actual, de elementos pétreos reaprovechados, ensamblados, recubiertos, pintados, borrados, que acoge a su vera el lugar de descanso de los muertos. San Vicente del Valle soñó quizás con ser un palacio astur y se eleva esforzadamente hasta la altura de lo que podría haber sido segundo piso sobre sus columnas, sus arcos de herradura y sus capiteles que conservan tallas elaboradas y extrañas. La ermita de la Virgen del Cerro rezuma en su pequeño espacio evocaciones de alguna antigüedad remota, de los templos cristianos primeros construidos con rudeza y gran esfuerzo por los primeros repobladores. Y de algo anterior, evocado por el misterio de la geometría de los grabados, que escapan a la estructura radial, a las cruces y los pétalos, y hacen pensar en extraños cultos, en una imaginería de ocultas claves. A sus pies se extienden los sembrados la brillante hierba verde, los árboles tocados ligeramente por el cobre del otoño, el valle fértil, las aguas limpias que van cubriéndolo de frutas y hortalizas, y el recuerdo de los bosques de olmos que dieron nombre a la comarca de Juarros.
Al levantar la vista corta el horizonte un acantilado de caliza repleto de buitreras y cuevas en las que un día quizás los anacoretas se refugiaron. Hay algo en la zona de frontera, de gozne de la puerta entre dos épocas, la medieval primera, de godos e hispanorromanos, de gentes para las que ya resultaban pertenecientes a un pasado ignoto los que se refugiaron en las grutas como la del pueblo, bajo la ermita, alumbrada su profundidad por unas velas que pudieron haber sido antorchas de tribus que no dejaron rastro. Luego vino de nuevo la soledad tras la invasión árabe y la obligada huida dejando atrás el terror y los pueblos e iglesias arrasados por las razzias. Pero, como si tuviesen semillas, las piedras y las gentes volvieron, ganaron, paso a paso, territorios, recibieron a los mozárabes que venían refugiados desde el sur. Giró, a continuación, la puerta de la época, en el siglo X con el románico, y luego, definitivamente, en el siglo XII. Quedaron el recuerdo, y los restos dispersos, de aquella España peculiar, mezcla de pueblos y con tradiciones muy propias, que se quiso heredera de los romanos y abierta a corrientes de creación diversas. Con el milenio vino la universalidad de Europa.
De aquí fueron los Lara, el padre, Gonzalo Gustios, el ayo y los siete infantes cuyas cabezas recuerdan uno de los más terribles romances de odios, traición, asesinatos y venganza. En Mambrillas está la visigoda Quintanilla de las Viñas, que preserva celosa en su interior la decoración de algunos de los muros y muestra en el exterior el roce de los dedos de Oriente en las exquisitas grecas de influencia persa. Es zona de eremitas y cenobios desde los primeros tiempos cristianos y en San Millán de Suso ese mar que es Castilla ha ido depositando las artes y devociones visigodas, mozárabes y protorrománicas. Entre las que se cuentan aquellos códices silenses y emilianenses en los que la comprensión del latín se glosaba apoyándose en las primeras palabras y frases escritas en castellano. En comparación con estos edificios roídos por la intemperie y la obra humana parece inmenso y abrumador el monasterio de Santo Domingo de Silos, pero su claustro románico resume como un relicario, en la rectangular belleza de su espacio articulado por la ambición de altura del ciprés, la historia de la época que se cierra, para dar paso la nueva de otros y más europeos horizontes, en el siglo XII.
Los lugares, como San Pedro de Arlanza, están tejidos con arcos, héroes, ecos de cantos monacales, batallas y leyendas. Aquí estuvo el conde Fernán González, fundador de Castiella la gentil, aquí el Çid don Rodrigo, en esta torre de Covarrubias que tras su dureza cúbica esconde la delicia de un jardín apacible vivió como abadesa Doña Urraca, aquí Gonzalo de Berceo cantó primorosamente en mester de clerecía a los santos y a la Virgen en esa lengua castellana del XIII en la cual suele el pueblo fablar a su vecino. Porque, en su humildad, él no se considerba tan culto como para hacerlo en latín (y también probablemente por cariño a su castellano y para ser comprendido por todos), y pidió por toda recompensa un vaso de buen vino (que si era de la Rioja ya sería bueno.
Los buscadores son gente del siglo XXI cuya finalidad es el sano y culto esparcimiento aderezado con el excelente yantar y beber de los productos del lugar. No se trata de peregrinos ni hay intereses religiosos, filosóficos o metafísicos en su búsqueda. Simplemente los histórico-estéticos, unidos al calor que dan la compañía y el intercambio. Y sin embargo, a ellos como a otros que han venido, vendrán y vienen, lo que les lleva a desplazarse, a admirar el perfil de la iglesia sobre la colina, a detenerse ante las líneas y las figuras que desde la piedra parecen hablar en un lenguaje olvidado, a traspasar cuidadosamente el umbral y, en el interior, el cancel que en tiempos daba paso al misterio y a seguir la línea de luz de las ventanas no pertenece a las necesidades primarias de la especie. Naturalmente se intenta obtener información, se acumulan fotografías y experiencias, se pretende obtener subvenciones, se completan temas objeto de estudio, se observa cuanto va visitándose con el preceptivo agnosticismo, el materialismo de buen tono y el adecuado sentido práctico. Pero no por ello deja de pertenecer lo que se ve a la categoría de los milagros. Porque la necesidad de su fábrica no corresponde a la anatomía, la matemática ni la física. Como muy bien dijo Leonardo, excepto los elementos naturales, cuanto se contempla ha sido antes una idea. Las enormes piezas del fuste de las columnas, el atento labrado de los capiteles, la insistencia en motivos relacionados con la eternidad, inscritos en un círculo que la simboliza, los rostros y los gestos pintados sobre el muro, el empeño, una y otra vez, en alzar y mantener las edificaciones, el ataúd pétreo en el que un esqueleto parece esforzarse por hallar cobijo junto al muro del monumento no obedecen a imperativo material alguno. Son, en tiempos de existencia precaria, corta y dura, fragmentos de milagro, de -contra todo raciocinio, experiencia, sentido práctico y lógica- voluntad de transcendencia. La misma que anima el cálido discurso del guía voluntario, e incluso la fascinación que ejercen sobre el más materialista de los buscadores los pecios de otras épocas dispersos por el vasto, solitario mar de la estepa norte de Castilla.
Madrid, 4 de Octubre de 2015
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