La organización del scriptorium medieval
Nota previa:
Con nuestro recuerdo y agradecimiento a Diego Alonso Montes, coautor de nuestro libro “La Miniatura Altomediecal Española” del que publicamos este capítulo.
La preeminencia del escritorio monástico
A lo largo de nuestro periodo de estudio existe una gran continuidad en la copia de ciertas obras, que no puede responder más que a la permanencia de instituciones que conservan un criterio constante para su composición, siguiendo viejos cánones que la Iglesia y la cultura que custodia establecen bajo el criterio de autoridad en la tradición. Cuanto más cercana está una obra a las fuentes originales, más fuerza tiene.
Entre los siglos V y VI, la Iglesia se transforma en la heredera del Imperio romano en su dimensión de referente cultural y núcleo de la civilización. Debemos recordar aquí que hasta ese momento, algunos de los padres de la Iglesia latina fueron provinciales cosmopolitas que estudiaron en las más prestigiosas escuelas municipales romanas, y que éstas, indefectiblemente unidas al cursus honorum que dotaba de “cargos públicos” a la ciudad, decayeron cuando se desintegró la red de “responsables públicos”, que ejercían sus cargos financiando con su patrimonio la actividad cultural de las ciudades. Esas escuelas fueron desapareciendo entre los siglos V y VI.
La producción de libros quedó como deber y objetivo de la Iglesia, que no se dedicó a la tarea solamente en las sedes episcopales, sino también en los cenobios que en muchos casos serán cantera de obispos y prelados en los primeros siglos medievales. La pujanza de los monasterios frente a las diócesis es indudable, lo cual no impide que alguna de ellas fuese pródiga en la confección de libros, si bien dependía únicamente del empeño personal del obispo. El monasterio, en cambio, tenía una mayor continuidad para la obra intelectual. Este hecho no obedece a la desurbanización y la autarquía de la comarca rural, pues en muchos casos el monasterio, adjunto al palacio episcopal, era el signo residual de la vida urbana. El binomio ciudad vacía y campo aislado no es del todo cierto. La ciudad decae lentamente pero conserva su función fiscal hasta el siglo XI, cuando de modo general se invierte la tendencia sobre la base del vínculo de reciprocidad con el campo.
Hasta entonces prevalece la fundación independiente sobre la institucional porque la inicial inestabilidad de las sedes episcopales favorece el monacato frente a la institución eclesiástica normalizada. Entendemos aquí por independiente a aquella que puede ser fruto de la donación particular, no a la modalidad de fundación laica que se crea en algunos latifundios para evadir el control episcopal y del fisco. La peculiaridad del monacato hispano residió en su más temprana difusión respecto del resto de provincias occidentales, pues a comienzos del siglo IV el Concilio de Elvira ya se pronunció acerca de la necesaria normalización de un movimiento que surgió en las ciudades y preferentemente entre la sofisticada y cosmopolita aristocracia. El monacato occidental no parece haber mimetizado su modelo de Oriente, donde la figura característica fue la del hombre plebeyo y de vida singular, sino que habría seguido el patrón elitista de las escuelas helenísticas, diferencia que permitirá una mayor imbricación del ascetismo occidental con la Iglesia. Sin embargo, en su origen, el monacato hispano responde antes al modelo informal del círculo de amigos, que a la comunidad de clérigos de vida perfectamente regulada.
Estos son los dos extremos de la evolución de la vida monástica. En el periodo visigodo tenemos ya referencias de una cierta labor reguladora en las actas de sínodos y concilios, que no hacen sino dar alguna cobertura jurídica a un movimiento heterogéneo en el cual hubo federaciones como la de San Fructuoso y San Martín de Braga, pero también monasterios independientes que debieron ser más numerosos.
En los comienzos de la repoblación se dejó sentir la inercia del periodo visigodo, no predominaba entonces la constitución monástica de una gran orden, sino que cada monasterio solía seguir una regla propia. Se utilizaban las reglas de San Fructuoso, San Isidoro, Casiano o San Agustín, pero lo fundamental será el carácter poco rígido y descentralizado que la reforma gregoriana trató de corregir.
Es por ello difícil recrear la vida del viejo monacato frente al nuevo, que tendrá en lo sucesivo sanción papal y reglamentos de ámbito europeo. Entre las grandes órdenes, la producción de libros será un aspecto importante pero con variaciones según la filosofía de la orden. Así los benedictinos son los que favorecen la copia más fastuosa, mientras que los cistercienses abominan del manuscrito iluminado, que utiliza plata, oro y púrpura. Pero la gran transformación llegará con las órdenes mendicantes, que bien por su vocación de estudio (dominicos), o por su ideal de pobreza (franciscanos) producirán obras austeras, poco o nada miniadas.A partir del siglo X se abre el periodo de las grandes fundaciones, dependientes directamente de Roma, en un momento de auge del papado y de las monarquías feudales, cuando ambas instituciones están en condiciones de crear tejido institucional. A partir del siglo XI el Papa obra en colaboración con los reyes hispanos a favor del establecimiento de la orden benedictina, con unos criterios de independencia del poder secular y normalizada reglamentación.
Desde otro punto de vista, la emergencia de la vida urbana -o mejor de la ciudad feudal-, marca el punto de inflexión en una más amplia difusión de la cultura. Los monasterios fueron reducto para la tradición, mientras que las nuevas escuelas municipales y las emergentes universidades dan un nuevo impulso a la cultura, siendo en ellas donde se empieza a copiar incluso para consumo de los monasterios.
La importancia dada al códice miniado
Aceptamos aquí como premisa básica que la iluminación de un códice era el trabajo más lento y caro, el que movilizaba a más monjes en un objetivo común. Consideramos evidente que la recompensa a ese trabajo era la ostentación del poder del monasterio, pero no en un acto de exhibición pública, que no era del todo posible, sino en el momento privado de la satisfacción por el esfuerzo requerido. Los códices más profusamente miniados eran el símbolo del poder divino, un objeto sagrado de acceso restringido y reverenciado por la comunidad, lo cual se advierte en el tamaño de algunas obras. Los manuscritos más lujosos eran de uso litúrgico, porque la celebración de los oficios era el momento culminante en que se leían pasajes en voz alta, durante los maitines, laúdes, vísperas y completas.
No debemos imaginar a los más eruditos estudiando las obras, sino que teniendo en cuenta las regulaciones litúrgicas, hemos de componer la imagen de un oficio o misa en que las obras más caras a la comunidad se exhibían y leían en voz alta. Por esta función del códice, es lógico pensar que la caligrafía había de ser especialmente cuidada. En su confección se simplificaban las variantes de una misma letra, y para una correcta identificación de los pasajes requeridos para la ocasión se diferenciaban el principio del texto y determinadas secciones, lo cual se hacía generalmente con tinta roja. Otro aspecto formal del texto hasta el siglo XI era la continuidad de la escritura, lo cual da idea del ritmo de lectura, ininterrumpido, en letanía, que era el mejor medio de mantener un control sobre el ritmo y la entonación, y aún la forma de hacer extrañamente vibrantes las palabras.
La biblioteca
Por ser un objeto de lujo, el códice se guardaba en una sala aislada, debidamente protegida y bien ventilada, donde las obras se alojaban en un armario para protegerlas de la humedad y de otros peligros. Una dependencia de esas características se hallaba siempre en la zona noble del monasterio, en la proximidad inmediata de la iglesia. El rito visigótico estipulaba una ceremonia especial para investir del cargo de armarius (bibliotecario), que tenía las funciones de intendente y corrector, y aún era él quien proponía los textos que debían copiarse, siempre con la sanción del abad.
En estas bibliotecas solía haber un reservado para la lectura, que se llevaba a cabo sobre un pupitre al cual estaban encadenadas las obras más consultadas. Pero la lectura estaba exquisitamente estipulada, pues los monasterios aspiraban al equilibrio entre el trabajo manual, el rezo y el estudio. Aún así, no todos los monjes eran aptos para consultar cualquier libro, y tanto el cuándo como el qué, estaban perfectamente fijados. Normalmente se recomendaban de dos a tres horas de lectura, que variaba de contenido según el lector de que se tratase y también según el momento del día y aún de la época del año. Recuérdese que por laxa que fuera la regla, el principio fundamental era la obediencia, que en primera instancia suponía entregarse a la dirección espiritual del abad.
Normalmente, la biblioteca monacal no tenía más que un armario y uno o dos pupitres de lectura, lo que da a entender que el estudio se hacía en los ratos libres, que no debían ser nunca de ocio, sino momento para la meditación y la recreación de los hechos de la fe. La biblioteca, por ese impulso a la ostentación, era pródiga en el préstamo a otras bibliotecas monásticas, para lo cual había un registro de salida, siendo siempre necesaria la autorización del abad o, en las congregaciones, del prior y aún del provincial o superior general. Pero no debe pensarse por ello que el préstamo era raro, a pesar de la distancia entre algunos de los monasterios y de las malas comunicaciones, e incluso está atestiguado el préstamo vitalicio. Aquí, la fama de un copista podía ser determinante, pues el monasterio no era una cárcel para los sentidos, sino una forma de vida que trataba de desarrollar las facultades del individuo.
El escritorio
Hemos hablado de la importancia del cargo de bibliotecario, que podía responder a una u otra denominación según la orden a que perteneciese, como “sacrista” en el caso de los jerónimos, por ser guardián del sagrario en que se acomodaban los volúmenes. Los cabildos catedralicios también usarán ese término, que hace referencia al contenido sagrado, pues los códices eran los soportes materiales que contenían la verdad revelada. El “sacrista” o “armarius” era el custodio de las obras, que permanecían bajo llave, si bien las más preciadas, códices o documentos, se guardaban en los aposentos del abad. Para asegurar que ningún códice se robase, se recurrió al expediente de implicar a los monjes de la máxima confianza, teniendo llaves distintas el propio abad, el bibliotecario y el copista.
El scriptorium era una dependencia subordinada a la biblioteca, lo que no implica que se hallara en su cercanía inmediata. Su condición hubo de ser humilde, con los rasgos propios del taller manual. No olvidemos que para la iluminación era necesario hacer preparados de peligrosa manipulación. Por otra parte, el ritmo de copia no dependía del talento o de la capacidad de trabajo de los monjes, sino que obedecía a lo estipulado por el abad. No era una producción en serie, sino una labor que satisfacía necesidades concretas, ya fuesen éstas un encargo del exterior o el deterioro de una obra. Muy frecuentemente, la copia condicionaba el eventual prestigio de un monasterio, ya que la posesión de ciertas obras incrementaba su importancia.
Tenemos así el escritorio tipo como una estancia con las trazas del un taller, que más que ubicarse en un sitio fijo, tendría varios lugares para las distintas fases de la elaboración. Teniendo en cuenta lo efímero de muchos monasterios, no debemos suponer la existencia de una gran estancia pensada ex profeso, si bien, en ocasiones, la necesidad de obtener una copia rápida obligaría a habilitar un lugar para el trabajo de varios copistas, que irían copiando partes de la obra sin controlar el sentido general de su trabajo.
No se debe olvidar que el monasterio era una persona jurídica que generaba constantemente documentos, para lo cual era necesario un notario, hombre versado en el arte diplomático, que requería de conocimientos precisos de validación y comprobación, que no excluían otros conocimientos, si no que más bien los complementaba. Recordemos a Florencio, que a pesar de sus tareas ocasionales como notario de Fernán González, no dejó de ser un excelso iluminador.
Pero aparte de la producción de documentos, los scriptoria tenían la tarea de copiar para conservar el saber antiguo y todo el corpus de obras espirituales. Para esa tarea había una división del trabajo, siempre bajo la supervisión del abad y el bibliotecario, entre el copista, el “rubricator” que miniaba y copiaba las letras capitales, y el “ligador” que encuadernaba los volúmenes. Para la tarea de copiar y miniar un códice se necesitaban meses, si no años, lo cual no era posible sin la colaboración de hasta seis especialistas. El trabajo comenzaba con la claridad del día y se interrumpía hacia las nueve, para reanudarse a primera hora de la tarde hasta el atardecer. En conjunto, unas siete u ocho horas de trabajo extenuante, dado que el monje trabajaba no en un pupitre, sino sobre una tablilla dispuesta en sus rodillas. La principal cualidad exigida a un texto era la regularidad de la escritura, si bien cada tipo de letra encerraba un gusto particular y cada copista exhibía un estilo, llegando a darse el caso de algunos muy descuidados que hacen pensar en la labor de varias manos.
Que el trabajo era agotador queda claro en los colofones, donde, a veces, se pide perdón por los errores y se ruega por la salvación eterna tras haber completado la ardua labor. En ocasiones el copista hace un símil entre su trabajo y la vida del marino, mostrando cómo el fin era una verdadera arribada a puerto.
Las herramientas de los monjes eran la penna (pluma), que se sujetaba con la mano diestra, conservando siempre en la otra el rasorium (raspador), necesario para enmendar los errores o para eliminar alguna impureza del pergamino, pues las pieles, aún curadas y dispuestas con primor, conservaban su naturaleza. La cara externa, la del pelo más basta, y la interna más fina y sin poros.
Dada la importancia de la palabra en la religión cristiana, el texto tenía más valor que la miniatura, que se consideraba una concesión y una ayuda para los textos más oscuros, o para otros que por su ámbito de lectura contribuían con las miniaturas al fasto requerido en los oficios. La imagen era complemento y el copista iniciaba la obra, dejando los huecos para las ilustraciones e incluso haciendo advertencias al margen sobre la idoneidad de tal o cual rasgo.
El códice tipo era la recopilación de todo lo accesible sobre un tema, la catenae aurea, de lo cual es ejemplo acabado el Comentario al Apocalipsis, que no obstante copiar la obra de Beato, sufrió algunos añadidos.
Entre las convenciones formales y de estructura cabe hablar del inicio del códice y del colofón. En el comienzo se hacía mención del contenido con la rúbrica, y para hacer referencia a lo expuesto en la obra mediante un extracto, se intitulaba con un INCIPIT. En los colofones había un EXPLICIT donde se hacía mención al título de la obra y generalmente se consignaba la data, a veces completa, y los agradecimientos.
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