La confección de manuscritos
Nota previa:
Con nuestro recuerdo y agradecimiento a Diego Alonso Montes, coautor de nuestro libro “La Miniatura Altomediecal Española” del que publicamos este capítulo.
La fabricación del pergamino
La preparación del pergamino era labor del percamenarius, que utilizaba dos procedimientos para eliminar el pelo y la carne, según que la piel fuese más o menos gruesa y dura. Así, el secado al sol era más rápido y podía durar de uno a dos días. También podía remojar la piel con agua y cal, lo cual llevaba a un secado de tres a diez días. En ambos casos el proceso era más o menos cuidado según el resultado apetecido, siendo a veces normal quitar la primera capa de piel para hacer más fino el pergamino.
En cualquiera de los dos procedimientos era necesario raspar la piel en el bastidor utilizando el lunellum. Si se había remojado con agua y cal, el procedimiento era más lento pues había que sumergirla varias veces, rasparla y remojarla en agua para quitar la cal, volver a rasparla todavía húmeda y, finalmente, después de seca.
Posteriormente se pulimentaba varias veces con ante o yeso, antes y después de formados los cuadernillos que podían ser de dos, cuatro u ocho hojas, siendo este último el formato preferido en la alta Edad Media. Una vez hechos los cuadernillos se trazaban las líneas que servían de falsilla, recibiendo el copista el pergamino con los espacios ya acotados, aunque el escriba no borraba luego las cajas de la escritura, siendo un aspecto típico de ostentación de la calidad del libro.
Las características del pergamino condicionaron una transformación en los formatos y en su valoración. En la Roma imperial el rollo de papiro prevaleció sobre el codex de pergamino, que se reservaba para las ediciones baratas. La razón era el aprecio circunstancial de un material abundante y no obstante caro por la complejidad de su proceso de fabricación. Aquí contemplamos lo efímero de la moda y el prejuicio, que valoraba un material por razón del prestigio de lo egipcio, denostando otro por la lógica de contrarios. Con la generalización del pergamino se impuso un nuevo criterio de valoración que respondía a las propiedades reales de la piel. Ahora era más fácil usar las dos caras de un pliego, y de hecho el pergamino favoreció la iluminación por tener el pliego más cuerpo que el papiro. Recuérdese que este era una pasta de fibra vegetal con que se fabricaban pequeñas tiras para componer una hoja, dando lugar a un material flexible pero con peor vejez.
Copia e iluminación
La copia del texto era previa a la creación de las miniaturas, dado el carácter secundario y de complemento de estas, si bien los códices del oficio litúrgico, como sacramentarios, evangeliarios, salterios y los comentarios al Apocalipsis, estaban habitualmente miniados. Las biblias no fueron tan abundantes en los monasterios, porque prevalecía el texto instrumental y adaptado a las necesidades concretas de los oficios. Sólo las reformas de los siglos XI y XII insistirán en la necesidad de renovar la fe y restablecer la más estricta disciplina, lo cual dio lugar a la copia indiscriminada de biblias y a la aparición de biblias monumentales.
Para la escritura se utilizaban el cálamo de caña o las plumas de ave, con preferencia las de ganso o cisne, y en particular la quinta o sexta plumas externas de su ala izquierda. Para escribir se utilizaban los dedos índice, corazón y pulgar. También se tenía una idea fija sobre las proporciones ideales del cuerpo del texto, pues debía tener una altura igual a la anchura de la página. Generalmente los manuscritos más antiguos tenían varias columnas, los carolingios una y los románicos dos.
Para miniar los manuscritos se utilizaban todos los materiales y sustancias al alcance, ya fuesen vegetales, minerales u orgánicas de origen animal. Sabemos que en los beatos era frecuente, por lo menos en las primeras etapas de la copia, utilizar colores puros sin mezcla, aunque no siempre era posible. Así el blanco era difícil de conseguir y se solía sustituir por el tono algo grisáceo del albayalde. El negro no presentaba problemas, pues tanto el hollín como la goma eran accesibles. Tampoco el ocre rojo y el amarillo se resistían y simplemente se trituraba la tierra del color deseado y se remojaba. Caro y laborioso, usado únicamente para anotaciones especiales, era el empleo de oro puro que se mezclaba en pan de oro con sales de nitrato, bilis de buey y flores de cobre, para pasar la mezcla por un tamiz. El azul típico del románico se obtenía del lapislázuli pulverizado y el cardenillo, del oxido de cobre. El verde era polvo de la malaquita y no ofrecía grandes problemas, pero para la obtención del amarillo dorado se utilizaba el sulfito de arsénico, que daba una tonalidad amarillo azufre y que podía resultar de manejo peligroso, aparte de caro. También se empleaba el oropimente amarillo. El marrón, muy empleado como color de escritura se obtiene del endrino, que se secaba, golpeaba, mondaba y maceraba con agua para luego hervirse. Con las sales metálicas, tales como el sulfato de hierro o de cobre se utilizaban aglutinantes como la goma y disolventes como vino, cerveza o vinagre.
Respecto de la autoría de la copia y la miniatura hay varias menciones en los manuscritos, pero quizá no puede sistematizarse un modo de hacer, puesto que todo dependería de las posibilidades del scriptorium en cuestión. Normalmente el abad tenía una cultura superior que podía emplear para la supervisión de una obra, aunque esta labor podía llevarla a cabo el monje responsable de la biblioteca, el armarius. Respecto de la diferenciación entre pintor y escriba, cabe preguntarse hasta qué punto era una colaboración estrecha entre talentos, o especialistas complementarios. Pudo ocurrir, según circunstancias y monasterios, que uno y otro estuviesen versados en la ocupación ajena, o incluso que la de escriba fuese la culminación de una labor de años, en que no se confiaba la copia sino al más erudito e incluso al monje con mayor proyección ascendente.
El mismo Beato se nombra como Presbítero, sin poder precisar si esta designación era sinónimo de un rango mayor en el escriptorium, lo cual sería lo normal. Varios de los copistas aparecen como presbíteros en los colofones, algunas veces se habla de un socius que revela un plano de igualdad y también de un discípulo o colaborador. En algún caso aparece la mención de archipictor y no podemos precisar si en todas las designaciones había una dinámica general y normalizada. Pero antes del Siglo XI, había más bien una tenue jerarquía si bien esta nunca podía faltar.
La encuadernación
En un principio los pliegos se unían unos con otros sin más, pero con la invención del telar, que permitía unir mayor número de ellos, se cosían con nervios a base de tiras de cuero y pergamino. Los primeros telares es-tán representados a partir del Siglo XII pero pudo haberlos antes. El caso es que el volumen ganó en consistencia lo que redundó en una mejor vejez ya que, desde el Siglo X y hasta el Siglo XII, las tapas y el lomo se forraban, con el agravante de que no se usaban los lomos huecos, por lo que los códices eran rígidos y era fácil que se desencuadernasen. Pero luego, con la tendencia al cosido de los cuadernillos, pasaron a usarse lomos huecos y el resultado fue la mayor flexibilidad de los volúmenes.
Las tapas eran de maderas nobles, ha-ya, olmo o roble para los libros litúrgicos. Las placas de madera se adornaban en ocasiones con relieves de marfil o se cincelaban en plata y oro, engarzándose con piedras preciosas. En cambio, los manuscritos corrientes se revestían de cuero, que podía repujarse o, con menos costo, cincelarse. El revestimiento se adornaba con hierros y, como quiera que en un principio los volúmenes se disponían acostados, se lograba la correcta ventilación de los fondos de las bibliotecas. Las guardas llevaban sellos estampados en relieves, llamados sellos de gofredo, y en ocasiones un ex-libris denominado supralibros.
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